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El poder transformador de la educación espiritual

Actualizado: 8 abr

Educar desde el espíritu, que no tiene que ver con religiones específicas, es tener como referencia al ser interior, de modo que con su desarrollo se logre ampliar el sentido de discernir serenamente.


Bernardita Jensen - Directora Centro de Innovación y Estudios Montessori



La educación es un proceso de autodescubrimiento que busca sacar lo mejor de las personas desde su interior, con el fin de llegar hasta lo más profundo del ser humano.


Adhiere a comprendernos como individuos con vocación trascendente, desde una interioridad que escapa al análisis materialista, y limitado. Es lo que sobrevive cuando lo aprendido ha sido olvidado, citando a Burrhus Frederic Skinner, y es lo que debería guiar a la educación del siglo XXI, para ser el mejor mecanismo para cambiar el mundo, como lo expresaba Mandela.


En ese sentido, no hay nada más sustancial para una educación profunda que la espiritualidad, entendida como el cultivo, conocimiento o aceptación de la esencia intangible que cada uno es. Y es que el hecho de educarnos, en sí, apela a un proceso integral. Uno que abarca nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestra alma y nuestras emociones, así como la cercanía, el sentido de interdependencia con los demás, con el planeta y el contexto.


Las prácticas educativas que ponen la espiritualidad al centro, fomentan una serie de valores fundamentales como la solidaridad, el amor, el diálogo y el pensamiento divergente, como también la creatividad y la sencillez.


También fortalecen el absoluto respeto al niño o niña que se tiene al frente, distinguiéndose como sujetos únicos, genuinos, irrepetibles y portantes de un misterio. Algo dentro suyo que aviva sus energías, que enciende sus motores y que da paso a su movimiento. Un fenómeno que todos vivimos en nuestra infancia porque es en la infancia cuando estamos más cerca de nuestra dimensión espiritual y que como educadores debemos acompañar para que se exprese de manera original, ingeniosa y amorosa.


Continuando ese punto, la espiritualidad resulta crucial al momento de hablar de la vocación docente, porque para enseñar se requieren personas que amen lo que hacen y que tengan muy claro que no todo ocurre de una sola forma; de manera única. Cada ser al que acogemos en los espacios educativos, son únicos, y nos responsabilizamos de ese misterio que cada uno porta. Si no comprendemos lo anterior, la educación se seguirá basando en parámetros reduccionistas donde lo único que importa es el rendimiento y el tiempo que tomó para alcanzarlo, desacralizando el proceso.


Educar desde el espíritu, que no tiene que ver con religiones específicas, es tener como referencia al ser interior, de modo que con su desarrollo se logre ampliar el sentido de discernir serenamente. Quizás el elemento más relevante a la hora de definirnos posteriormente como adultos. Todo esto conduce a una transformación profunda que alcanza no sólo las relaciones personales, sino que también a nivel de comunidades. Se aprende a estar en el mundo de una forma particular y desde la coherencia de los seres que realmente somos.


En abril, Anna María Rossi, reconocida psicóloga especializada en psicología budista, realizó una charla en el evento de conmemoración de los 25 años de Fundación Mustakis en que abordó sabiamente este punto. En ella, la profesional dijo que la mejor manera de ligar la experiencia educativa con la espiritual es que nos declaremos aprendices, porque cuando no lo hacemos, no hay error. “(Siendo aprendiz) Estoy aprendiendo de mí mismo en el amor, estoy aprendiendo de mi mismo en el aula y estoy aprendiendo de mí mismo como un ser social”.


Teniendo claro que hay que dejar de lado las prácticas reduccionistas y resignificar el aprendizaje, y que el prisma espiritual o esta comprensión que implica mucha radicalidad y no suele predominar a lo largo de la escolaridad en Chile, ¿cómo es posible ponerlos en práctica? ¿De qué forma podemos guiar a los liderazgos del futuro? Aquí algunos consejos: creando ambientes donde la experiencia tome un rol protagónico; propiciando mejores relaciones humanas entre las y los estudiantes; estableciendo la escuela como un espacio seguro para cometer errores; generando pausas y reflexiones sobre lo que hacemos; teniendo ritmos y tiempos más orgánicos, no rígidos; apostando por la creatividad, y que, a su vez, esté ligada a la alegría y el juego, y por último, ampliando el concepto de sala de clases. Volver a la naturaleza como el mejor ambiente preparado para el desarrollo y aprendizaje.


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